Éste era un niño que amaba las estrellas. Cada noche las miraba desde su ventana deseando una para él.
Soñaba que se harían amigos: jugarían a las escondidas, y juntos darían largos paseos.
Para atrapar una estrella lo mejor sería levantarse temprano cuando ya están cansadas de brillar toda la noche. Así que al día siguiente se levantó al amanecer. Como no había estrellas a la vista se sentó a esperar que apareciera alguna.
Esperó, esperó, desayunó, esperó aún más, y después de comer, siguió esperando. Por último, justo antes de que se ocultara el sol, el niño vio una estrella, y brincó para alcanzarla. Pero no podía saltar tan alto. Entonces con mucho cuidado, trepó el árbol más alto que encontró. Pero la estrella seguía fuera de su alcance. Se le ocurrió amarrarla con el salvavidas del bote de su papá, pero descubrió que el salvavidas era demasiado pesado para él. Creyó que podía alcanzarla en su nave espacial, pero recordó que no tenía gasolina pues el martes había viajado a la luna.
¿Y si pedía a alguna gaviota que lo llevara hasta la estrella? La única gaviota que andaba cerca no quiso ayudarlo. Así nunca la atraparía.
En este momento notó que algo flotaba en el agua. Era la estrella más hermosa. Una estrella bebé. ¿Se habría caído del cielo?
Intentó pescarla con sus manos, pero ni siquiera pudo tocarla. ¿Y si la estrella hubiera ido a bañarse a la playa? Fue corriendo a buscarla, observó y esperó; tal como lo imaginaba, ahí estaba la estrella sobre la arena dorada.
Al fin, el niño había conseguido su estrella. Un estrella sólo para él.
Fin.
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